Extracto
artículo “Argumentos trasnochados”. José Álvarez Junco y Javier Moreno Luzón. Catedráticos
Historia.
En el año del
tricentenario (1.714-2.014), el nacionalismo recurre más que nunca a argumentos
esencialistas, tan viejos como desacreditados, que no solo no aclaran el
problema al que nos enfrentamos, sino que lo agravan con renovadas ofensas y
descalificaciones.
Porque explicar el
fenómeno del nacionalismo moderno a partir de la existencia de esencias
nacionales, de rasgos que han caracterizado a las comunidades humanas desde
tiempos remotos – Prat de la Riba fue un maestro- y que se han perpetuado a lo
largo de los siglos, es lo que han hecho una y otra vez, desde que la nación se
convirtió en el mito legitimador de la soberanía, intelectuales de las más
diversas tendencias – Rovira i Virgili intentó superar este fanatismo de las esencias históricas.
Estas interpretaciones,
de raíz romántica, han sido ampliamente rebatidas desde la Historia y desde
otras ciencias sociales en los últimos 30 o 40 años. Hoy concebimos las
naciones como artefactos culturales modernos, sobre la base, eso sí, de
elementos culturales preexistentes. Dicho de otro modo: la realidad social ha
sido y sigue siendo muy compleja, y son los nacionalistas quienes la
simplifican y reordenan a partir de sus propios intereses y percepciones,
dividiendo a la humanidad con fronteras culturales que aspiran a ser políticas.
Y ahora precisamente,
cuando estas nuevas visiones de la cuestión parecen estar bien asentadas entre
los investigadores, resurgen en España, al calor del agudo enfrentamiento
actual entre nacionalismos, los vetustos argumentos esencialistas. No es raro, por
ejemplo, encontrar hoy afirmaciones sobre la extrema antigüedad de la nación
española, “la más vieja de Europa”, según se obstina en repetir el presidente
Rajoy.
No sabemos por qué los
redactores de sus discursos han decidido ignorar la existencia de los reinos de
Francia e Inglaterra, que se llaman ya así desde los siglos X u XI, mientras
que del “reino de España” no sería posible hablar hasta los Reyes Católicos, a
finales del XV.
y aún entonces no era
propiamente un reino ni, mucho menos, constituía una nación en el sentido
moderno del término. Pero es que todavía siguen estando en boga ciertas ideas,
comunes en el siglo XIX y en la primera mitad del XX, pero muy anticuadas hoy, como
las que desarrollaron Modesto Lafuente o Ramón Menéndez Pidal: que ya desde la
época prerromana, los habitantes de la Península eran individualistas, sobrios,
sencillos, religiosos, idealistas…; es decir, que existe un “carácter español”
desde hace milenios. Establecido, en definitiva, por la divina providencia.
Mejor será no
recaer en estas formas de pensar, que no ayudan en absoluto a entender los
fenómenos nacionales y mucho menos a suavizar los conflictos políticos. Además
de —o en vez de— volver a Ortega y a Vicens, deberíamos leer El mito del
carácter nacional de Julio Caro Baroja, Razón del mundo de Francisco Ayala, o
lo mucho y bueno que se ha escrito en la propia Cataluña. Por ejemplo, El
imperialismo catalán, de Enric Ucelay da Cal, que desmiente
por completo esa supuesta “falta de ambición para proponer un proyecto capaz de
integrar a todos los catalanes, y también a todos los españoles”.
Dentro de España no hay
pueblos más europeos que otros, ni podemos hablar de norteños y sureños ni de
caracteres permanentes que, en caso de condicionar las pugnas políticas en
curso, las convertirían en insolubles. Lo que hay es una sociedad compleja, muy
dividida en torno a su ubicación en la estructura territorial del Estado
español, y un sector radicalizado de las élites políticas barcelonesas decidido
a acabar con su dependencia de Madrid. No es legítimo, ni nos aproxima en
absoluto a una posible salida dialogada y democrática del contencioso, invocar
la historia de manera distorsionada, manipulándola para reivindicar una arcadia
que nunca existió o una heroica lucha de siglos contra la opresión nacional, y
tampoco para exhibir un pedigrí europeísta frente a los parvenus del sur del Ebro o una
división esencial y poco menos que eterna entre los tímidos menestrales de un
lado y los ambiciosos hidalgos del otro.
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